(Viernes, 21 de septiembre. 07:33)
Por fin.
Por fin ya no estaba en
esa ciudad de mil demonios. Esa ciudad de angustia y dolor. De amor, de desamor
y de cicatrices abiertas. De fantasmas que no se iban. De fantasmas de hueso
sin carne. De vivos muertos. De novios sin amor. De amores de odio. De esperanza sin alas. De desesperanza de
plomo.
El tren se detuvo y desperté.
Desperté de un sueño del que ojalá no lo hubiera hecho nunca. Porque al
despertar, todo sigue siendo igual. Porque nada había cambiado. Sólo que yo
estaba más lejos. Busqué en el bolso la dirección que tenía apuntada para
empezar a buscar un triste y desolado habitáculo donde refugiarme. Donde
esconderme de la mirada decepcionada y dolida de Alejandro. Del desengaño y
hastío de Lucas. De los sentimientos de culpa por dejar de querer. De los
sentimientos de culpa por no dejar de querer. Donde esconderme de mi propio
juicio. Donde empezar de cero. Donde nadie me conociera. Pero en el reverso de
la dirección, una frase escrita por el desgarrado puño de Alejandro, imponía
una condena devastadora por mi huida:
“El monstruo de tu armario era un
espejo”.
Cada letra, cada sílaba y cada
palabra se introdujeron por los poros de mi piel hasta encallar en mi pecho y,
como un explosivo en una cristalería, arrasar con todo. Apoyé mi frente sobre
la ventanilla y quise desaparecer. Disolverme. No haber despertado.
(Reitero). Mis ojos se tiñeron de color
rojo intenso. Tan intenso que dolía. Me ardían las entrañas. Hasta una lágrima
se atrevió a intentar surcar los cuarteos que a mi rostro le había hecho el
dolor. Pero mi orgullo, fuerte y autoritario, se negó a dejar correr esa gota
de mar. Echando una mirada rápida a mi nueva ciudad, mis ojos se quedaron fijos
en los ojos de un hombre que me observaba. Con pinta de bohemio neoyorkino, con
el pelo rizado y despeinado, con gafas de sol en una ciudad donde nunca salía
el sol, fumado y bebiendo café. Le sonreí como pude mientras deliberaba acerca
de por qué me miraba así. Su rostro me resultaba tan… ¿familiar? “No sé,
imaginaciones mías”, supuse. Me miraba como un hermano mira a su hermana
pequeña después de su primer fracaso amoroso. Me devolvió la sonrisa e hizo un
gesto con la taza. Otra vez esa llamada. Tenía la necesidad de saber quién era.
Tenía la necesidad de preguntarle el porqué de esa mirada. Tenía esa misma
necesidad que tanto dolor le había traído. Esa necesidad que nunca le había
provocado un solo arrepentimiento de sus actos. Porque lo bueno termina
doliendo. Porque lo bueno dura instantes.
Cogió su maleta, su caja de
chismes y salió rápidamente del tren para plantarse justo delante del bohemio.
-Pareceré una loca pero algo me
ha dicho que tenía que hablar contigo.
-¿Eres nueva en la ciudad?
-Sí… Busco casa.
-Yo alquilo una habitación. Te la
dejo si me cuentas de qué fantasmas huyes.
-¿Fantasmas? Aquí el único
fantasma soy yo. El único monstruo, como alguien diría.- Volví a frenar otro
atrevimiento lagrimal y continué: -¿Alguna vez has sentido claustrofobia dentro
de ti?
-Si eres un monstruo, yo te dejo
un armario. Me llamo Mateo, encantado.
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