La muerte.

Quizás había asimilado demasiado rápido la noticia. O quizás todavía no quería escuchar las palabras del médico. Quizás simplemente me había separado de mi cuerpo y comprendía que lo único que moriría era mi cuerpo material. Quizás esté empezando a creer en Dios.
O quizás he entendido que ha llegado el momento de reunirme con las dos personas que más he amado en mi vida. Quizá sesenta años eran demasiados para mí.

Quizá tenga cura, porque no veo a Aurora llorar desconsoladamente. La veo llorar como a cualquier persona a la que le dicen que uno de sus padres se hace viejo. Pero no es un llanto de muerte. O, al menos, no es la forma en la que mis genes me enseñaron a llorar.

Pero más allá de lo que sufra o no mi hija, tengo que pensar realmente si esto es lo que quiero. Tengo todas las metas de mi vida cumplidas: tengo más edad de la que me gustaría, he dispersado mi herencia genética para que mi estirpe no acabe en mí, he escrito un libro, tengo una casa pagada, soy propietaria de una editorial pequeña, hasta he llegado a conocer al amor de mi vida -dos veces-.
¿De verdad debería someterme a un tratamiento que probablemente alargue mi vida tres meses y que haga que sólo pueda disfrutar de ese tiempo como un cadáver que respira? ¿De verdad tengo que rendirme a otra norma social para que mi familia no llore mi pérdida dos meses antes de lo normal? ¿Merece la pena esperar a la muerte sentado en una butaca mientras comes acelgas? ¿O, por el contrario, es mejor ir al bar y beberte veinte botellas del whisky más caro hasta encontrar a la zorra que te va a arrancar de tu realidad? ¿Merece la pena aguantar cuatro meses más como un zombie sólo para poder seguir observando con tus ojitos azules como tu familia llora a escondidas porque te estás muriendo?

Mientras me evado de las noticias de este médico con pinta de haber perdido el corazón y la sensibilidad allá por el cuarto año de carrera, mi hija toma nota de los pasos que hay que seguir a partir de ahora. El señor con bigote y gafas amarillas le imprime un par de hojas mientras le acerca una caja de pañuelos de papel con la empatía que puede sentir por ti un árbol caído. Maldito necio, por lo menos intenta consolar a esta joven de pelo rubio anaranjado con bucles perfectos, que contornean una cara delgada y pecosa, perfecta. Maldito necio, atrévete a mirarla a sus verdes ojos azules.

Claro, después de la consulta toca hablar con el otro progenitor, para explicar por qué una llora y la otra aún no ha dicho palabra. Se repite la historia: todo el mundo llorando y yo sin poder pensar en nada. Nacho me abraza fuerte. Nacho casi no me deja respirar mientras llora desconsolado sobre mi pelo. Y a mí esta escena me hace perder la coraza.
¿Qué cojones voy a hacer sin las personas que más feliz me han hecho en estos últimos treinta años? Sí, la muerte de mi pequeño y la de su padre, me partió el alma, me obligó a huir muy lejos intentando dejar de ser yo -porque yo no podía ser yo sin ellos-.
Pero, qué coño, yo había sobrevivido. Incluso sobreviví tanto que conseguí ser feliz sin perderlos de mi recuerdo. Y lo hice gracias a estos ojos que hoy me miran desconsolados. ¿Cómo quiere el mundo que me vaya sin ellos?
No, me niego a dejarme llevar con el viento. Esta vez no. Esta vez voy a luchar por ellos, porque ellos me han dado la vida y no se la puedo quitar. Porque si hay alguien esperándome más allá, no le importará esperarme los meses que me regale la quimioterapia.

Y si le importa, qué se joda. A mí ya me abandonaron hace treinta.

No hay comentarios: